EMMA ZUNZ
El testimonio de Emma Zunz era más
cierto y más creíble que la verdad, la violación, el contexto inventado, el
pudor, los criminales y la vergüenza terminaron siendo mentiras que si ocurrieron,
hechos que si existieron.
Una hora antes
había desordenado el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los anteojos
salpicados con sangre y los dejó sobre el fichero. Luego llamo a la policía y repitió
tantas veces como le fuera posible: El señor Loewenthal me hizo venir con pretextos
y término abusando de mí.
Aarón Loewenthal era para todos,
un hombre serio y avaro. Vivía solo. Era cobarde, temía a los ladrones; en el
patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie
lo negaba, un revólver. El año anterior había llorado al súbita muerte de su
mujer, con ella se iba una gran dote que le permitía vivir cómodamente, el
dinero era su verdadera pasión. Sin pudor no vergüenza se sabía que era menos
apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el
Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y
devociones. Calvo, fornido, enlutado, de lentes opacos y barba rubia, esperaba de pie, junto a
la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La abrir la reja y cruzar el tétrico
y desolado patio. La vio esquivar un perro atado que ladró hacia ella. Los
labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados,
repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como
había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado
muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la
miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la
Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un
instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo
balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no
ocurrieron así.
El catorce de enero de 1922, Emma
Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el
fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre
había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la
inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la
hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de
veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un
compañero de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que
no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su
primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de
ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día
siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la
muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría
sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo
guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores.
Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma
lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los
antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca
de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de
Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó
el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el
desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la
última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde
1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor
amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el
secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella
sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando
la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan.
Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había
en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda
violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres,
que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su
nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan en la
revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué
cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie
esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres
le inspiraban, aún, un temor casi patológico. De vuelta, preparó una sopa de
tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,
laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado despertó
impacientemente. La inquietud, y el singular alivio de estar en el día indicado.
Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la
simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö,
zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que
deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y
prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor
convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma
trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del
paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los
ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible
que la primera y que le depararía, el sabor de la victoria y la justicia. Despertó
presurosa y corrió al cajón donde se encontraba la carta. La abrió; debajo del
retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de
Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los
hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo
infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que
los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó
quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma
Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos
consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio
multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos,
pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la
indiferente recova. Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de
otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven,
temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella
y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la
condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera
tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges
idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una
puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en
ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen
consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del
tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó
Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para
mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito.
Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa
horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió,
en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español;
fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para
el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida
los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se
incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una
impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de
soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en
el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó
y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último
crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina
subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento
más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en
el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las
cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto,
y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a
ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la
aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Ante Aarón Loeiventhal, más que
la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje
padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra.
Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas
a Loewenthal, invocó las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres,
dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que
Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales
aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del
cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se
desplomó como si los estampidos y el
humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y
cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas
palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro
encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios
obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había
preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la
acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto.